"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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HA DESAPARECIDO UNA CALLE

HA DESAPARECIDO UNA CALLE © Jordi Sierra i Fabra 1981 Como cada mañana, Rubén se levantó a su hora, se lavó, se vistió, tomó un ligero desayuno que le permitiese reunir las primeras y necesarias fuerzas para enfrentarse a la dureza de la jornada, y se preparó para salir a la calle. Antes de hacerlo se detuvo en el recibidor de su casa para darse una última ojeada. Muy bien, perfecto. Abrió la puerta y… Se quedó atónito. Podía esperarlo todo, absolutamente todo, desde que un coche estuviese aparcado enfrente mismo de su puerta, impidiéndole salir, hasta que lloviese, nevase… que sé yo. Todo, ya lo he dicho. Pero no aquello. La calle había desaparecido. Sí, sé que resulta asombroso, increíble, y mucho más dicho así, en frío; pero si a vosotros os parece increíble, imaginas lo que le pareció a él. Era obvio: si no había calle, encima, no podía salir. ¿Por dónde caminar? ¿Cómo orientarse y hacia dónde ir? ¿Y si desaparecía, lo mismo que ella? Rubén se quedó en la puerta sin saber exactamente qué hacer. La cosa se las traía. En lugar de la calle había un vacío inconcreto, una nada semiblanca, más bien incolora y transparente. Si eso le hubiese sucedido un año antes, cuando se compró la casita, habría pensado que se trataba de un timo, pero en un año nada raro había sucedido. La calle estuvo siempre ahí, todas las mañanas al salir y todas las noches al regresar. Una calle muy bonita y agradable, por cierto. Sobre todo al principio. Entonces era una calle nueva, como todas las de aquella zona urbanizada, con árboles a ambos lados, dos aceras anchas, tiendas, gente… Claro que en el transcurso de aquel año ya estaba que daba pena, porque nadie regaba los árboles y, con los coches mal aparcados encima de la acera, casi no se podía caminar por ellas. Además, por desgracia, todos echaban colillas al suelo, o los papeles de sus chucherías. Un asco. En fin, eso no era nuevo. Todas las calles estaban igual, por lujosas que fuesen. La gente es cochina. Cada vez era peor. Y todo por culpa de la incultura. Se empezaba por no leer libros y se acababa siendo un troglodita. Pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino de la calle de Rubén. —¿Qué hago yo ahora? —se preguntó nervioso. Lo primero, no ponerse eso mismo: nervioso. Calma. Tranquilidad. Hasta lo más raro tiene una explicación. Cerró la puerta y volvió a abrirla, por si había sufrido una alucinación. Siguió sin ver la calle. La cerró una vez más y se miró en el espejo. Reflejado en su superficie vio su eterna imagen, la habitual. Ningún cambio. Optó por pellizcarse por si soñaba, y se hizo daño de veras, lo cual demostró que no se trataba de ninguna pesadilla Aquello, fuese lo que fuese, estaba sucediendo de verdad. Asustado, dio unos pasos hasta la salita y se dejó caer sobre una butaca. Permaneció así unos minutos y finalmente tuvo una idea inteligente, una idea que, al menos, le obligó a reaccionar y hace algo. Cogió el teléfono y marcó el número de la policía. —¿Sí? —respondió una voz poderosa. —¿Oiga? Quisiera denunciar un hecho insólito: mi calle ha desaparecido. Silencio. —¿Cómo dice? —Lo que ha oído: mi calle ha desaparecido. Aunque estaba bastante estropeada últimamente, todavía era una calle nueva, apenas un año desde que la construyeron. Yo deduzco que la han robado. —Las calles no se roban, ¿sabe? —dijo la voz telefónica. —Pues ya ve, la mía no está, así que… —Un momento, voy a pasarle con el Departamento de Extravíos y Pérdidas. Pausa. —Departamento de Extravíos y Pérdidas, ¿diga? —Como le decía a su compañero, mi calle ha desaparecido, y yo no puedo salir de casa —comenzó de nuevo. —A ver, a ver. Veamos —dijo la nueva voz con desgana—. Aquí tengo unos cuanto paraguas, que es lo que la gente pierde más a menudo, y ya en plan raro, una estatua ecuestre, un cangrejo que, de tanto ir para atrás, se cayó a una alcantarilla y ahora está desorientado, un cine cerrado… Pero de calle nada. Ninguna. Y se vería, porque las calles son grandes. ¿Está seguro de que…? —¡Cómo que si estoy seguro! ¡Es mi calle, si lo sabré yo! ¡no puedo salir de casa! —Pruebe en el Negociado Administrativo del Orden Ciudadano —le interrumpió su interlocutor pasando de él—. ¿Tiene el número? Apunte: Nueve nueve, novecientos noventa y nueve, noventa y nueve noventa y nueve. Adiós y gracias por su llamada. —¡Escuche! Nada. Habían colgado. Marcó el número que acababa de darle el señor del Departamento de Extravíos y Pérdidas. Lo hizo preocupado y de mal humor. Cuando uno tropezaba con las burocracias habituales… —NAOC, ¿dígame? Primero pensó que se había equivocado, porque con tantos nueves… Luego cayó en la cuenta de que esas eran las iniciales de aquel departamento, lo de Negociado Administrativo del Orden Ciudadano. La dichosa moda de llamarlo todo por las iniciales. ¡Menuda sopa de letras! —Escuche, por favor, quisiera hablarle de mi calle —dijo despacio. —¿Qué le pasa a su calle? —la nueva voz, femenina, parecía muy animada y jovial—. ¿Es pequeña? ¿Demasiado ruidosa? ¿No le da el sol? ¿Hay un escape? ¿Tiene circulación en los dos sentidos y la quieren única? ¿Tiene circulación en un sólo sentido y la quieren doble? ¿Está mal orientada? ¿Desea…? —Ha desaparecido —consiguió meter baza frenando aquel alud de simpatía—. Mi calle ha-de-sa-pa-re-ci-do. —Un momento, por favor. Le paso con el Departamento de Irregularidades Cívicas. —Pero… Otra pausa. Rubén ya estaba hasta las narices. desde luego, tarde, ya llegaba. —¿Es usted el señor de la calle desaparecida? —preguntó una cuarta voz, que al menos ya sabía el motivo de la llamada. —¡Sí! —gritó Rubén, desesperado. —Bueno, no se ponga así, hombre. Yo estoy aquí para ayudarle, pero si ya de buenas a primeras me grita… ¿Me dice el nombre de la calle? —San Cucufate. —¿San Cucufate? ¿Con K? —Con C, ¡con C! ¡Ceeeee! ¡C de caramba, caramba! —¡Huy, cómo se pone por una letrita de nada, señor! Así no irá a ninguna parte, ¿eh? Bueno, a lo peor al hospital. Le dará un patatús. Aguarde un instante. Lo de las pausas ya formaba parte del juego y de su larga espera. Esta vez se prolongó por espacio de un largo minuto. La voz de la mujer que acababa de decirle lo del hospital regresó hasta él, tan cantarina como antes. —¿El señor de la calle San Cucufate? Le paso con Información. —¡Aaaaaaahhhhhhhhh! —gritó a punto de volverse loco. —¿Aaaaaahhhhhhhhhh? —repitió una voz más, la quinta, también femenina—. Perdone, no le entiendo, ¿podría repetir? Agarró tan fuerte el teléfono que fue como si lo estrangulara. —La calle San Cucufate —dijo después de contar hasta diez, agotado—. Es mi calle, y ya no está. —¿No está? —No, no está. —¡Ah, claro! San Cucufate —dijo la voz llena de alivio—. Por supuesto que no está. —¿Por… supuesto? —Retirada. Fuera de uso temporal. Casi no podía creerlo. ¿Había oído bien? De momento ya era algo que una persona supiera de qué le estaba hablando. Iba por el buen camino. Pero lo de que estaba retirada… y fuera de uso temporal. ¿Qué significaba aquello? —¿Qué quiere decir? —balbuceó. —Su calle estaba muy sucia, señor, y como ahora los nuevos barrios y urbanizaciones ya forman parte del Plan de Saneamiento Municipal Acelerado, ha sido retirada para su lavado urgente. —Pe-pe-pe-pero… —Son los tiempos, caballero —le informó la voz femenina—. Antes, acudía una brigada de operarios y los vecinos siempre se molestaban porque hacían ruido, levantaban el suelo, provocaban alteraciones, lo llenaban todo de polvo, ponían parches aquí y allá… Ahora, en cambio, llegan, desmontan la calle y se la llevan. Rápido y practico. Todo lo demás se hace en los Talleres Corporativos, sin problemas. —¿Y la gente? ¿Cómo sale la gente a la calle… si no hay calle? —Eso sí es un error, ¿ve? Según los informes, en la calle San Cucufate no quedaba nadie porque todos se encontraban de vacaciones. Después de avisarles… —¡A mí no me avisó nadie! —Pues por eso le digo que se trata de un error. Debió pasárseles usted por alto. Un descuido tonto. —¿Tonto? ¿Lo llama un descuido tonto? —Es que estamos en agosto, señor —dijo la voz femenina—. ¿Cómo se le ocurre estar en su casa en pleno mes de agosto? Yo porque tengo que trabajar, que si no… —¡Yo también tengo que trabajar! —¿Sí? Qué cosas, ¿verdad? Debemos ser poquísimos. —Los que seamos, pero en mi caso aún estoy pagando la casa, así que no me queda más remedio que estar aquí. No hay dinero para vacaciones mientras se paga… Pero, bueno, ¿y yo por qué le estoy contando todo esto? —Bueno —la voz femenina se animó un poco más, como si tal cosa—, ¿y que otra cosa puede hacer si no? Porque lo que es salir a la calle, no puede. Diga, diga, ¿en qué trabaja? Miró el teléfono más y más alucinado. —¡Quiero mi calle! —gritó. Al otro lado, la mujer tardó un poco en reaparecer. —¿Es usted desagradable o está simplemente nervioso? —Yo soy una persona MUY agradable, siempre y cuando tenga una calle por la que salir. —Pues mire, según la ficha, su calle va a estar dos días fuera de circulación. —¿Dos… días? —Dos días —reafirmó ella, ahora con un poco de puntillismo. —¿Y qué hago yo mientras tanto? —suspiró él, desfallecido, dándose cuenta de que no podía luchar contra los imponderables. —No sé —la voz vaciló un par de segundos—. Es el primer caso que nos encontramos. Puede dedicarse a limpiar también su casa, al bricolage, que está muy de moda, a hacer aquello que quiere hacer y nunca tiene tiempo de hacer, a… —¡Quiero salir de aquí! —¡Huy! Si le da por la tremenda será peor. —Pero es que esto es… increíble. —Bueno, nosotros lo hacemos para que esté más cómodo y a gustito —reflexionó la voz femenina—. Según la ficha, tenían una calle que daba pena, si me permite decirlo. Un año y ya estaba… Lamento los problemas, pero, como dice el refrán, “Nunca llueve a gusto de todos”. Y puedo sugerirle además el de “Al mal tiempo buena cara”, y aquel otro tan bonito de “No hay mal que por bien no venga”. —¡No me venga con refranes! —dejó de gritar porque se dio cuenta de que, con eso, no se lograba nunca nada. La mujer del otro lado de la línea telefónica no tenía la culpa. Aunque quizás…—. Oiga, perdone, ¿no podrían ir, por lo menos, un poquito… rápido? Sólo por esta vez. Dadas las circunstancias excepcionales… Imaginese que me pongo enfermo, o me muero de hambre. —Se intentaré, señor. Daré aviso de su situación de emergencia. ¡Gracias por llamar, ha sido muy amable… o casi! ¡Buenos días, señor! —¡Espere! Demasiado tarde. La comunicación quedó cortada. Pensó en llamar otra vez, pero desistió de ello. No iba a lograr nada. Estaba incomunicado, prisionero en su propia casa debido a una confusión, un equívoco, las vacaciones… y lo asquerosa que estaba su hermosa calle. Rubén se quitó la chaqueta, despacio, aturdido. Primero fue a la cocina a ver como estaba de reservas alimentarias. Segundo examinó su contrato de compra de la casa, para ver en la letra pequeña si se contemplaba algo como aquello. Y efecto, allí estaba: “… en caso de suciedad, la calle será lavada, previo desmonte, en los talleres de la Corporación”. Llamó a su trabajo. Les dijo lo que pasaba. Soportó la bronca del jefe, que le echó la culpa a él, se resignó y después se sentó en su butaca. Al comienzo se sintió extraño, desplazado. Una hora después, haciéndose a la idea definitivamente, cogió un libro y se puso a leer. Ese día se leyó dos libros enteros. También vio algo la tele y arregló algunas cosillas que estaban rotas. Le sacó provecho al tema. Al día siguiente hizo lo mismo, leyó otros dos libros, hizo un montón de cosillas de esas que “siempre dejamos para cuando tengamos tiempo” y que nunca hacemos porque nunca lo tenemos, y se lo pasó realmente bien. Al tercero se levantó, miró por la ventana y… ¡Allí estaba su calle! ¡Ah, que bien! ¡Qué alegría! La calle, con sus aceras, sus árboles, sus coches, las tiendas cerradas por vacaciones, las casas vacías por lo mismo, algún que otro peatón volviendo a transitar por ella… ¡Y qué diferencia! Las aceras brillaban como los chorros del oro, y los árboles parecían más verdes que nunca. En el suelo no se veía ninguna colilla, ni chicles, ni envolturas de pastelitos, ni bolsitas de chucherías, ni… Tampoco había, todavía, coches aparcados encima de la acera. La calle estaba como nueva, reluciente, hermosa. Tal y como la recordaba del primer día, aunque luego, poco a poco, hubiese ido cambiando de imagen. Reconoció que había valido la pena estar dos días sin ella. Y entonces, ¿sabéis que hizo? Pues algo muy sencillo: desde ese día Rubén, que no estaba dispuesto a quedarse otra vez sin calle, y que comprendía ahora lo bonita que era y lo necesario que resultaba mantenerla así, se convirtió en un continuo vigilante de su limpieza y conservación. Nunca más volvió a tirar un papel al suelo, ni una colilla, ni dejó que el perro que le regalaron poco después se hiciese nada en la acera. y no sólo eso: vigiló también a los demás vecinos y extraños. Desde luego, casi nadie le creyó cuando les contó su asombrosa pesadilla, pero, a fuerza de ser constante, consiguió que la calle de San Cucufate fuese un modelo para los y las demás. Así que… Según parece, los Talleres Corporativos, con los años, tuvieron que cerrar por falta de trabajo.

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